miércoles, 5 de octubre de 2011

Editorial

¿Para qué sirve analizar un texto literario?
por Daniel Fara


Tal vez habría que aprender a leer en Latinoamérica, y no sólo
"literatura". Aprender, además, a escribir las lecturas; a poder
(abierto el vértigo de la significación) pensar ese vértigo;
constituirlo sin que nos enmudezca; ser capaces de contarlo;
entregarnos pero sobreponernos; trascenderlo.
Josefina Ludmer



I. Introducción

En sus cuentos "Irlandeses detrás de un gato" y "Un oscuro día de justicia", Rodolfo Walsh hace aparecer a un chico que por tener una pierna ortopédica se moviliza con muchísima dificultad; tan lento es para andar como rápido para pensar: mentalmente llega siempre antes que sus compañeros y, debido a eso, se lo considera como a un adivino cuando lo suyo es inteligencia, competencia para razonar. Considerando su defecto físico y su "don", los chicos lo apodaron alguna vez "Pata Santa".
Hasta aquí todo bien, todo realista, pero resulta que el Pata Santa se llama de apellido "Walker" (caminante); el chico es rengo, su cabeza camina con rapidez, y se llama Walker... El apellido nos precede, no es el sobrenombre que ponemos a posteriori, con un motivo. Bien, pero ¿y si se tratara de una coincidencia el que Walsh le pusiera ese apellido al personaje? Es difícil aceptarlo como coincidencia, pero bueno, aceptémoslo. Pero si seguimos indagando en la asignación de nombres y apellidos en "Un oscuro día de justicia", podremos hacer otros descubrimientos.
Un celador, que se siente terriblemente culpable por una serie de acciones sádicas que ha cometido contra un alumno, se llama "Gielty" de apellido, que suena muy similar a "guilty" (culpable) y a "gieldy" (falsamente brillante). Agreguemos que cada vez que se habla de Gielty, se hace referencia a su bigote cobrizo, brillante, y al brillo enloquecido de sus ojos.
El chico torturado por Gielty, que ya no soporta más el maltrato físico, le hace llegar a su tío una nota en la que le ruega impida que el celador acabe con su vida. El chico llama a su tío y se llama "Collins", que suena casi igual que "calling" (llamando).
Para acabar con estos ejemplos, digamos que el tío es "Malcolm" de nombre. Inútil sería rastrear semejanzas fonéticas, pero, si buscamos en cualquier diccionario enciclopédico, encontraremos que un guerrero escocés, "Malcolm", fue convocado por los irlandeses y peleó entre sus filas contra los ingleses. Aquí el tío de Collins es urgido por su sobrino para trompear a Gielty, el enemigo, en la escuela, exclusiva para hijos de irlandeses.
¿Siguen pareciendo coincidencias? Probar que lo son llevaría a un trabajo estéril, peor aun, a una tarea de ocultamiento. ¿Tan antojadizo es pensar que Walsh quiso darles a los nombres y apellidos un carácter simbólico? Tanto "Irlandeses..." como "Un oscuro día..." valen como relatos en sí, pero no dejan de ser parábolas relacionadas con el peronismo, especialmente el segundo cuento que, indudablemente, está hablando de la inutilidad del regreso de Perón a la Argentina, en 1973, ya que la gente sólo espera de él soluciones mágicas y no intenta organizarse para tomar parte activa en defensa de sus intereses. El posicionamiento de los alumnos, que ven en Malcolm a un mesías (que al fin de cuentas fracasa noblemente en su intento de derrotar a Gielty) hace pensar en seguida en la gente que esperó como salvador a Perón. Esto sin contar que el narrador de Walsh, al referirse al alumnado emplea varias veces el colectivo "el pueblo". En este marco, el que los apellidos signifiquen habla de una distancia tomada por Walsh respecto de su texto, de la creación de un sistema de conexiones que abre en el cuento un espacio no explícito pero fácilmente accesible, no ya a un lector especializado, a cualquier lector que simplemente profundice un poco en el sentido indirecto del discurso. No otra cosa se espera de él.


II. Mitos y justificaciones

¿Adónde queremos llegar con esa indagación en los cuentos de Walsh? A cuestionar el mito urbano de que el trabajo de interpretación que llevan a cabo críticos y estudiosos es un fantaseo, un delirio ajeno al texto interpretado y por ello irrespetuoso para con su autor: éste dice lo que dice y punto, nada más, amén.
Josefina Ludmer, quien junto con Silvia Molloy es la más brillante analista de la literatura hispanoamericana, defiende sus interpretaciones con dos argumentos difíciles de rebatir.
En primer lugar, un texto no es jamás un enigma que el crítico o el estudioso "descifran": todo está ahí, en la propia escritura, a disposición de cualquiera que lea con atención. El lector real, luego, lo ve o no lo ve y si no puede o no quiere verlo es una opción perfectamente aceptable, salvo por el hecho de que leer sólo lo evidente es privarse de elementos que enriquecerían la lectura.
En segundo término, y en consecuencia con el primero, la interpretación de un crítico no es otra cosa que una lectura puesta por escrito. Aun fundamentada, esa lectura es un punto de vista ajustado a un contexto, es decir a variables temporales y espaciales. ¿Los españoles leían el mismo Quijote en 1616 que el que leemos los argentinos en el siglo XXI? Sí, admitamos que la obra conserva todavía la virtud de romper con tradiciones y manipulaciones editoriales, pero ese poder ruptural a lo largo de los siglos fue apreciado, sucesivamente, de formas muy distintas, además de que, aun simultáneas, las lecturas han diferido acorde el lugar donde se hayan realizado.


III. El rechazo a la crítica

Debe decirse que la animosidad de los lectores contra la crítica interpretativa no es para nada inmotivada, que se vincula con cuestiones demasiado complejas como para despacharlas con un par de ejemplos. A pesar de esto último, pueden destacarse, sin caer en el reduccionismo, dos causas básicas del rechazo a la crítica. Por un lado el uso, que hacen algunos analistas, de métodos inapropiados, o bien, el uso inapropiado de métodos que de otro modo podrían resultar productivos. Por otro lado, el arraigo de ciertos preconceptos que suelen pasar por verdades para la mayoría de los lectores. Examinar con cierto detenimiento esas causas puede aclarar muchas cosas.
Para ilustrar el caso de los métodos inapropiados, hablemos un poco de la hermenéutica, una escuela de investigación, análisis e interpretación que se basa en el hallazgo de símbolos en las obras literarias, entendiendo aquí como simbólica a toda forma de referirse indirectamente a un significado no explícito. Todos los métodos de entrada a un texto tratan de encontrar, de alguna forma, símbolos, pero la mayoría de los hermeneutas parece ignorar que cada escrito compone su propia simbología a partir de un uso inédito del discurso, de las cadenas de significación, de las ausencias sospechosas de elementos que no deberían faltar. En vez de indagar en ese sentido, el encontrador (ya que no buscador) de símbolos opera con un manual (generalmente el Diccionario de símbolos, de un español llamado Juan Eduardo Cirlot) y toma de allí, directamente, el valor connotativo de tal o cual situación y/o expresión. Por caso, se habla de la lluvia en Don Segundo Sombra y Graciela Maturo, nuestra más destacada hermeneuta, busca lluvia en el Cirlot y elige una de las acepciones; con mucha suerte encontrará una que tenga un vago parentesco con el sentido que posee en la obra, pero de cualquier modo, elegida la acepción se produce el fin del análisis. No sólo el procedimiento está ignorando la peculiaridad del texto analizado -es decir, realizando una práctica extraliteraria- sino que, aparte, se ignora de modo absoluto a las particularidades de orden cultural.
Deleuze y Guattari han hecho notar en su momento que el alcance de los objetos significantes está absolutamente circunscrito a su uso en la cultura occidental europea (otra categoría generalizante), lo que equivale a decir que los símbolos establecidos como universales sólo se ajustan (y esto con pinzas) a lo que piensa un cero coma cinco por ciento del total de la población mundial.
No es la hermenéutica el único método antojadizo para interpretar un texto, hay otros, pero tal vez sea el que más pone en evidencia que el autor no ha leído el texto con propiedad porque le está prohibido. La lectura está predeterminada, prescripta sin que haya ninguna posibilidad de inscribir a partir de ella una interpretación creativa, es decir, una ficción crítica. Cuando el lector afronta uno de estos trabajos se siente tratado de idiota porque no encuentra una sola causa por la cual la mención a la lluvia deba remitir a "salvación" o el número tres a Dios. Los analistas de esta corriente no explican nunca el porqué de las atribuciones, de modo que se les puede creer o no, no hay motivo para ninguna de las dos cosas. "Y bueno, si vos lo decís, será así nomás" y al lector se le pasan las ganas de indagar y, desde ese momento, desconfía de todo tipo de razonamiento analítico, aun de aquellos que podrían iluminarle zonas sombrías del texto.
En cuanto al uso incorrecto de métodos de reconocida efectividad puede manifestarse de modos opuestos: salirse caprichosamente de las pautas mínimas esenciales del método o, al revés, poner a este último por encima del texto analizado, como un contenedor rígido en el cual el texto terminará entrando a la fuerza.
Ningún crítico que caiga en las fallas señaladas está escribiendo para otro que no sea él mismo. Luego, no puede esperar que ese lector ninguneado se enganche en razonamientos cuya ajenidad lo deja afuera, sin saber por qué se afirma tal o cual cosa sobre un texto. Es más, cuando así procede, no podemos hablar de análisis ni, menos aún, de interpretación.

La segunda razón de la hostilidad ante la crítica proviene de dar por ciertas algunas afirmaciones nunca probadas pero, según se ve, muy aceptadas por el lector que ingresa por placer en un texto literario. Veamos algunos ejemplos.
Tal vez el mayor porcentaje de ingenuidad lo aporta la leyenda de que los escritores escriben en un rapto de inspiración, que son como pararrayos esperando una descarga de energía para convertirla en un texto legible. El autor, según este despropósito que introdujo el romanticismo y que todavía perdura, es inocente de cualquier segundo significado que aparezca en su obra, excepto, claro, en el caso de que lo suyo sea escribir una sátira o una parodia.
Ahora bien, el escritor no es un pararrayos ni un medium, es alguien que por lo general lee bastante y, entre otras cosas, lee críticas y análisis, estudios que le han hecho a sus producciones y a las de otros autores. El sociólogo Pierre Bourdieu habla directamente del escritor como de alguien que recibe una imagen suya tanto de los lectores como de la crítica: le guste o no esa imagen no puede hacerla a un lado; se la pondrá como una máscara o trabajará para que la imagen cambie, pero, repetimos, no le es dado ignorarla. En toda obra hay un lector implícito. Mijail Bajtin, un brillante estudioso de los procesos de creación verbal se ocupa de definir a ese lector como target, como destinatario previsto.
Siguiendo a Bourdieu, que despeja toda sospecha de ingenuidad en el escritor, vemos que el sociólogo va más lejos cuando trata de caracterizar a un proceso creador. Éste, afirma, sólo le pertenece en un cincuenta por ciento al escritor, la otra mitad la "escriben" la época, el Superyó y, sobre todo, el editor para quien la literatura es siempre, sin excepción, un negocio. Un negocio peculiar, con reglas distintas de las que servirían para organizar el control de ganancias de una fábrica, pero con reglas al fin, ocultas, eufemizadas. Ningún editor dice "Publico este libro para llenarme de plata", en vez de eso afirma estar jugando su prestigio para que la gente conozca o recupere tal o cual obra. En literatura es tabú hablar de dinero pero no se reconocen prohibiciones al respecto. Simplemente se presentan las cosas como si el dinero no existiera para los "creadores estéticos". Digamos de paso que el escritor se aviene a esas reglas o no publica nada, así es de simple.
Por último, en cuanto a mitos y propósitos "secretos", el lector también cae en la volteada, y más que el autor, inclusive, porque él no cobra por escribir eufemísticamente, paga por leer los eufemismos. Es muy conocida la concepción que el pensador Louis Althusser tiene de la ideología como aparato estatal de condicionamiento cultural y social. Concretamente, a través de un proceso de infiltración, cada uno de nosotros recibe un libreto, un instructivo desde el poder para opinar sobre cualquier tema según el poder necesite. Ahora bien, lo que otro filósofo, Michel Foucault, llama penetración "capilar" tiene como característica el que quien pronuncia los argumentos que se han infiltrado en su cabeza no sabe (o se adiestra en el no saber hasta que lo logra, para no quedar aislado social y culturalmente) que son palabras y conceptos ajenos, contrarios inclusive a lo que él podría haber pensado. Ese muñeco de ventrílocuo que suele ser el lector habla como si a él se le hubiera ocurrido lo que le dictó el sistema. ¿Por qué esa inesperada fama que adquirió, por poner un ejemplo, el chileno Roberto Bolaño? Dado que el escritor murió joven los editores vienen tratando desde hace rato de crear (y lo han creado, qué duda cabe) un autor de culto que, sin embargo, cada uno de los miembros de un grupo muy grande lee como si fuera el único en descubrir la existencia de Los detectives salvajes o Putas asesinas. No será ese grupo de lectores persuadidos por la argumentación el que pueda juzgar si la obra de Bolaño fue o no ruptural, habrá que esperar el paso del tiempo y, si se lo sigue leyendo cuando los editores ya hayan terminado con su negocio, tal vez pueda decirse algo con fundamento sobre esa producción.
¿Cuántos leen hoy al novelista Lawrence Durrell, que en su momento batió récords de ventas con su Cuarteto de Alejandría? ¿Quién se atrevería hoy a hacer comentarios elogiosos sobre el argentino Enrique Medina y sus novelas? Muy pocos, nadie, podría decirse, a pesar de que en su momento aquel que no hubiera leído la novela Las tumbas quedaba automáticamente ubicado en un nivel inferior al de los lectores que sí habían leído el libro y lo habían saludado con el mismo énfasis con que hoy se habla de Santiago "Washington Cucurto" Vega. Con la misma amnesia que atacará a todos los que hoy lo "admiran" por orden del poder, quien les hace decir a los lectores marionetas que se trata de un escritor subte y otros disparates por el estilo, no ya distintos, opuestos directamente a la verdad. Y ésta no es una opinión sobre Cucurto sino sobre los hipnotizados que lo leen.
Borges habló alguna vez de la "supersticiosa ética del lector", que no se atreve a decir si un libro le gustó o no antes de haber leído alguna reseña de las que aparecen en los suplementos de cultura, siempre oportunistas, siempre con intención de vender. Borges mismo es objeto de esa ética supersticiosa: o se habla de él como de un frío pero brillante creador de prodigios fantásticos o se evita leerlo en el temor de ser pateado fuera de la lectura por la "erudición" borgeana. Ya se trate de uno u otro caso, nadie está tratando de leer lo que Borges dice en realidad, todos esperan saber qué opinan los formadores de opinión.

IV. La suma de factores

Para redondear esta cuestión y antes de presentar de un modo práctico lo que hasta ahora ha sido muy poco más que argumentativo, digamos que, amén de que existe una crítica literaria de la que nos conviene (a todos) huir despavoridos, también, en igual proporción, se producen trabajos interpretativos que son de gran auxilio, no ya solamente para estudiantes de Letras, sino para ese que no existe pero, por decirle de alguna forma, llamamos "lector común".
La influencia del poder editorial, la concepción totalmente ingenua acerca del autor y de sí mismo, por parte del lector, motivan un tipo de lectura que está muy lejos de merecer ese nombre, en tanto leer no es escanear una obra sino cobrar conciencia justificada de sus pormenores. Pormenores: de eso se trata, de eso se ocupa la crítica consciente, sincera, que acepta su entidad subjetiva pero que fundamenta sus razones de modo tal que, aun no compartiendo la interpretación, podamos apreciar la relación estrecha que la liga al corpus.
Así como la gente sigue yendo a la cancha, va a ver los tanques de Hollywood o mira en TV los canales de aire, muchos que la van de intelectuales, creen que en tanto no se mancan en ninguna de esas tres vizcacheras, pueden leer a Paul Auster, a Martin Amis, a Juan José Saer como si ellos hubieran descubierto a los autores, sin influencia alguna de esa crítica que consideran deformante de gustos y que puede serlo o no, pero el asunto es que igualmente la están leyendo y mal, porque eligen los comentarios más irrelevantes y ocultan en el subconsciente que leen al que leen porque está de moda.
¿Cómo cambia esto? Es complejo el asunto, ya se lo dijo, pero todo parte de leer con atención los textos literarios. No por supuesto incurrir en una paranoia tan mala como la permeabilidad, pero sí leer desde una perspectiva que, a la vez, apunta al detallismo y a la globalidad, leer sin dar por cierto que un texto puede tener elementos inmotivados (por caso los apellidos, como vimos al principio de estas reflexiones) y de esa zona no explícita del texto sacar conclusiones interpretativas. Consideremos, por ejemplo, que si un poeta usa veinte veces la palabra "error" no es porque no se le ocurre ningún sinónimo, algo está tratando de decirnos y no es justo que sigamos de largo.
El poder declara de la boca para afuera que los únicos capaces de interpretar un texto son los estudiosos, los especialistas. La maniobra es hábil: basta que algo sea apoyado manifiestamente por la autoridad canónica para que enseguida cobremos aversión a ese tipo de legitimaciones. Nada de academia, nada de estudios, nada de delirios de escritores frustrados que al no haber podido escribir nada decente se realizan a través de autores reconocidos. Claro, lo triste es que esta negación lleva a tragarse sapos de enormes dimensiones e, indirectamente, al negarse a aceptar la crítica literaria, el lector persuadido de su inutilidad no saca de cuadro a los malos críticos y sí se deja él afuera, porque la crítica le pertenece en tanto es, repitámoslo, un rastreo de pormenores ya en el tema, ya en el discurso, que nadie puede ejercer mejor que nadie. Es más, tal vez, por el camino de leer de modo interpretativo, llegaremos a un punto en el que casi no necesitaremos de estudios ajenos. Para decirlo de una vez, aun los mejores se nos ponen a distancia por su vocabulario y por toda una serie de supuestos que las inscribe dentro de un repertorio elitista.


V. Un ejemplo de aproximación

De ningún modo lo que sigue pretende ser un "modelo" de lectura interpretativa. Al contrario, en vez de eso quiere ser una muestra de que deponiendo la falacia del texto no interpretable, cualquier lector interesado en literatura puede encontrar muchas cosas en un cuento, un poema, un ensayo, una obra teatral.
Intentaremos ver qué elementos surgen si se sigue un modus operandi consistente en leer haciéndose preguntas, reduciendo hipótesis al absurdo y buscando relaciones internas entre los elementos componenciales.

EL ESPEJO ROTO

El hombrecito que cantaba sin cesar
El hombrecito que bailaba en mi cabeza
El hombrecito de la infancia
se pisó los cordones de sus zapatos
y todas las castillos de naipes de la fiesta
se derrumbaron de golpe.
Y en el silencio de esta fiesta
en el desierto de esta cabeza
yo escuché tu voz feliz
frágil y desgarrada
infantil y desolada
que venía desde lejos
y me llamaba.
Y yo me llevé la mano al corazón
donde se removían ensangrentados
los siete pedazos de cristal de tu risa estrellada

Jacques Prévert, Palabras (versión en español de Daniel Fara)

Podríamos comenzar leyendo el texto desde su narratividad: efectivamente, se nos cuenta aquí una progresión de acciones que han tenido lugar en el pasado. Refuerza su carácter narrativo el que el locutor utilice continuamente la conjunción "y...y...y".
Ahora bien, si es innegable que se nos quiere referir, autobiográficamente, una situación clave en la vida del que cuenta, no por eso lo contado resulta comprensible. Alguien tiene en la cabeza un hombrecito cantando y zapateando que al pisarse los cordones derrumba los castillos de naipes de una fiesta (¿qué fiesta?). Luego pasa a referir que en esa fiesta silenciosa y esa cabeza desertificada, ha escuchado (ahora en segunda persona) "tu voz" que se califica de modo casi contradictorio (feliz / desgarrada) Finalmente, para alcanzar la ilegibilidad total, se nos introduce en el corazón del locutor donde se mueven con daño unos pedazos de vidrio. Obviamente el texto no es denotativo, es decir, no dice lo que dice y punto.
Primera conclusión, el texto, sin ser calificable de surrealista, no asocia libremente, pero tampoco se refiere directamente a la situación que presenta. Debemos atender al discurso.
Si antes notamos la profusión de "y", veamos, en el mismo sentido, que "hombrecito" aparece tres veces, una en cada uno de los tres primeros versos.
¿De qué hombrecito se trata? El poema lo aclara: "el hombrecito de la infancia" que, en pleno bailoteo, comete un acto torpe (volveremos a esta torpeza) y derrumba toda una serie de castillos (de naipes). La expresión "castillos de naipes" no es de ningún modo objeto de la creación de Prévert, en vez de eso es lo que llamamos una "metáfora de uso", es decir, una forma indirecta de referirse a algo que se ha incorporado al empleo cotidiano, coloquial -como cuando decimos "traído por los pelos" o "muerto de cansancio".
Pero, no obstante, aquí se descongela el sentido vulgarizado de la expresión, "castillos de naipes" apunta a mostrar una construcción espectacularmente contradictoria: primero se hace mención a algo monumental, pétreo, inamovible y luego se dice que la materia de las edificaciones son los frágiles, volátiles naipes. ¿De qué modo, en qué espacio, puede esta expresión encontrar un significado aceptable? Obviamente, en la mente infantil. Tan grandes son los proyectos como débiles y siempre expuestos al derrumbe.
El hombrecito, representante de la infancia, cae sobre esas construcciones y las derriba todas. Se acaba la fiesta, es decir, la infancia, y la cabeza del locutor queda vacía a partir del derrumbe.
Ahora bien ¿la torpeza del hombrecito es casual, sigue a la lógica del crecimiento? No aquí, si ha tropezado es por un motivo que el poema explicita. Concretamente, el pisarse los cordones y caer, representa la sobresaltada reacción ante la escucha de esa voz, no menos, contradictoria en sus rasgos a la que se alude como "tu voz".
En análisis hechos con varios grupos de alumnos, se los ha interrogado respecto de esa segunda persona que irrumpe en lo que, hasta ahí, era discurso informativo. ¿A quién le habla el locutor cuando dice "tu voz" y "tu risa estrellada"? A veces, muchas veces, los alumnos contestan que el locutor le está hablando al hombrecito que ya no volverá a cantar ni a bailar. La idea no es totalmente descartable pero cuesta apoyarla: ¿por qué la narración debería cambiar la persona? ¿por qué empezaría hablando, en tercera, de "el hombrecito" y luego, sin solución de continuidad, pasaría a hablarle al hombrecito? Y no es sólo eso: el hombrecito no causa su propia caída, no se tira encima de los castillos, cae sobresaltado ante una voz (tu voz) que viene de lejos y está llamando por su nombre al locutor.
Parece más adecuado pensar que la voz le pertenece a una mujer, a una preadolescente como el locutor, a la que éste conocía desde hacía tiempo como amiga asexuada y que de pronto se reveló mujer. La torpeza, entonces, es el enamoramiento, el nacimiento de un sentir confuso, innominado, que causa placer, que cambia la vida, pero que también da lugar a un sufrimiento muy intenso, o bien, los pedazos de vidrio que se mueven en el corazón del que habla.
Digamos que sería así, no obstante ¿por qué pedazos de cristal? y ¿por qué los pedazos son siete? Estas preguntas nos llevan directamente al título: "El espejo roto", cuando uno rompe un espejo enfrenta siete años de mala suerte, además de que siete años dura, convencionalmente, la adolescencia (entre los 13 y los 20). Y hay más, un espejo total o parcialmente roto no refleja o refleja deformada la cara del que se mira. En la "risa estrellada" de la chica está la mezcla de agudos y graves que caracterizan a un cambio de voz, pero también se trata de que esa risa no necesariamente es estrellada porque está llena de puntas que pinchan y hacen sangrar al corazón, además es estrellada porque se ha estrellado contra la infancia del locutor y lo ha dejado mirándose en un espejo que refleja fragmentariamente un rostro hasta ahora no conocido.
En lenguaje coloquial un chico, alegre, festivo, deja de serlo "de golpe" a partir de escuchar "de otra manera" el llamado de una chica que hasta ahora fue una compañía asexuada. El chico deja de serlo para convertirse en adolescente y tomar conciencia de que habrá de sufrir y esforzarse por recuperar su identidad hecha añicos. Y digamos algo que, creemos, es muy importante: si a Prévert se le hubiera ocurrido hacerle decir a su personaje "Yo era un chico feliz hasta que de pronto me enamoré, sin saber bien qué era el amor. Ahí se acabó mi infancia y comenzó la fascinante pero dolorosa adolescencia", no sólo estaría restando belleza a la anécdota, aparte de eso estaría cometiendo el error de querer expresar de modo naturalista lo que de ningún modo se vive así, racionalmente. Es decir, el poema pone en escena un mito de origen, una explicación mágica pero, sin embargo, fiel a la mezcla de imágenes y sentimientos que surge en esos momentos tan importantes de nuestras vidas.
No es ésta, por supuesto, la única interpretación que puede tener el poema, pero tampoco hay buenas razones para negarle pertinencia o acusarla de estar imponiendo puntos de vista caprichosos. Cualquiera, con un poco de paciencia y sin declinar una actitud interrogativa, puede llegar sin dificultad a esta lectura. Nada de diccionario de símbolos ni de excavaciones arqueológicas, sólo leer.
En la medida en que por crítica literaria entendamos lectura atenta, interrogación ante cualquier "irregularidad" del texto, puesta en juego de interpretaciones capaces de ser fundamentadas y confianza del lector en sí mismo, estaremos dando respuesta a la pregunta que abre este artículo desde el título: ¿para qué sirve analizar un texto literario?: para leerlo más completo, para entrar sin culpa a un espacio que prevé nuestra participación como constructores de sentido. No sólo un lector ávido de literatura, toda persona que desee desarrollar competencias lectoras, ya se trate de aplicarlas a las ciencias exactas, a las naturales o las que se quiera, no puede omitirse a sí mismo al leer, o tal vez sí puede, pero pagando por esa omisión un precio altísimo que, de más está decirlo, será cobrado por el sistema.

1 comentario:

  1. Me encantó este texto. Un genio Daniel Fara. Tuve la buena y mala suerte de tenerlo sólo un año como profe (está claro que digo "mala" porque fue muy poco tiempo para mi gusto). ¿Saben si tiene algun blog o algún lugar donde se puedan leer sus textos? (Porque sé que también escribe ficción). Gracias por compartir este material. Me gustaría leer la revista completa... Saludos!

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