sábado, 22 de octubre de 2011

Prédica de un silencio

Ilustración por Gabriel Fara
Prédica de un silencio 
por Rocío Nigrelli

Estoy hiperactiva y escucho a las tres tazas de café vibrar al son de esa canción de jazz que alguna vez escuché en un prostíbulo escondido entre dos calles de París que solo conocí en fotos, que en la negrura de la noche compartían ese olor digno del café argentino, esa Argentina lejana que en un momento de esa oscuridad se rio de mí sin que yo terminase de comprender la broma junto a mi compañera de bebidas fuertes, la muerte.
Entonces te leo- cartas tinta mono simbólica lejana ultrajada- y creo que comprendo que las tres tazas las compartí con vos, sí, en algún sueño donde yo cansada me quejaba de no entender- no sé qué cosa- y vos me mirabas y así videnciabas que cada uno sufre al amor de una manera distinta, como cuando caminábamos con las manos en los bolsillos y vos fresco me tirabas ese “¿En qué pensás?”. Y yo entonces apuraba el paso y me metía en mi casa, cerraba con llave la puerta y al segundo te extrañaba, pero no existían los teléfonos, o tal vez eras vos el que no tenía, y tenía que caminar- aunque corría, y paraba, para que los vecinos no encontraran que el tiempo se me escapaba y la humillación permaneciera impregnada en las cortinas y no en la luz- y entonces golpeaba tu puerta de roble fino que tus bisabuelos construyeron para guardar calor y yo me sentía tan fría y ajena que las posibilidades danzaban y caían de mi hombro para chocar al piso y provocar ese ruido que luego escuché de vos el día que te fuiste para siempre, en esa habitación azul, llena de cuadros que ninguno conocía pero que formaban parte de la charla cotidiana de todos los días. Pero entonces golpeé y vos no me escuchaste y supe que era la primera vez que el desencuentro nos envolvía y extrañamente comprendí que lo inevitable se había vuelto el castigo de esa mirada robada por un niño como el que nos confundió en el Louvre por sus padres un día en donde pensé que iba a nevar, y vos me respondiste que no, y hasta hoy que no te creo porque yo sé que nevó aunque tu pelo siempre permaneció negro y mis manos calientes en tu abrigo. (…)
Contame de tu vida, de tu muerte o de tu amor, así como las nubes cuentan al sol las novedades de las sombras que se extienden hasta perderse en ese horizonte del que me contabas antes de dormirme cerrada en la llave de tu mirada que congelaba mis sueños y no me dejaba danzar pero tampoco entender esas pesadillas donde las cruces no existían pero sí la sangre, donde tus ojos no me veían pero sí me poseían en el malévolo juego de subsistir hasta en la noche donde no se necesitan ojos pero sí manos, manos malévolas, manos tiernas, esas manos que acarician mi cabello y descubren que hay miles de maneras de volar, como estar en tus piernas y que vos tararees esa canción de jazz de algún club al que nunca iré porque sé que es donde conociste a tu ex y donde yo creí olvidarte antes de conocerte, solo por miedo a sufrir.
Entonces me acuchillan con esa germinación de noticias, me dicen solamente “murió” y siento que yo soy la secuela de esa muerte, cuando te robo protagonismo; porque sabemos que sólo vos podrías encontrarle ese sentido, porque es tan tuyo como tus brazos, como tus pestañas que me hacen creer que son el escondite de tus ojos cuando el escondite de tus ojos son las miradas.
“¿Qué más pesado que tenernos libres?”, me especulaste esa noche en donde las estrellas eran entes tímidos que preferían soñarnos a simplemente mostrarse en el acto pornográfico de lucir esa luz que tratan de emitir los pobres trajes de las adolescentes en su baile de despedida de la secundaria, así recuerdo que vos no pudiste llevarme al mío porque aún éramos jóvenes y nos divertíamos recortando fotos de autos pero nunca ahorrando más que para comprar esas revistas muy caras para la época y seguir recortando las figuras de los automóviles por miedo a agotar nuestras expresiones y encontrar esa excusa que haga escondernos como las estrellas, alejarnos hasta un día chocar por la ciudad y creer que los fantasmas no son más que tardes en donde uno se despide y no vuelve a manchar el piso con barro nunca más, ni tampoco intentar prender la TV con el codo sabiendo que se van a apretar todos los botoncitos y que el aparato no se va a romper, pero tampoco prender. Y así nos desesperábamos y no teníamos más que los cuerpos- y eso nos bastaba por un momento. Luego recordábamos al tiempo y la sed era inevitable, pero claustrofóbica, y vos me invitabas a salir, sólo salir, nunca decías dónde; pero siempre terminábamos en el café Rouge, apartados de las demás mesas, con cierta mirada cómplice al camarero que nos reservaba siempre la misma mesa los jueves, esos días que nosotros queríamos cambiar pero nos imposibilitaba la cercanía que pronto se despareja con evitar al otro en una suerte de malévola costumbre. “¿Quién nos separó?”, trazás entre dientes y yo sé que lo dijiste tarde, así que no te contesto, sonrío, no logro a reír, pero te sonrío y entonces recuerdo la melodía que tanto tarareabas cada vez que el colectivo se nos iba y vos camuflando enojo fingías conformismo y aparecía esa melodía que nunca te pregunté de quién era pero que la tomé como propia ese día, y vos pareciste sorprendido, y nos dimos cuenta de que era viernes, el Rouge estaba lleno y esa mesa que tantos jueves nos esperó la ocupaban ahora una pareja joven, y en contraste nos sentimos tan viejos que en vez de esperar el bus pedimos un taxi y no nos hablamos más que con el reflejo que forzaba a las paredes a derrumbar pronto su azul y teñirse del blanco más gitano a nuestras ideas.

1 comentario:

  1. Qué lindo texto! Me gustó mucho. Muy copado el ritmo que le da esa utilización de la puntuación. Me hizo acordar a algún capítulo de Rayuela... Muy bueno. Saludos!

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