domingo, 20 de marzo de 2011

Afrodita, diosa del mar

Afrodita, diosa del mar
Por Silvia Breccia

Desde el Paleolítico el hombre identificó los inexplicables fenómenos naturales con lo sagrado. De ese modo surgen las primeras prácticas religiosas. Además, la vida de esas sociedades (que a partir del Neolítico tomará un marcado carácter agrario) estaba regida por el régimen del matriarcado. De ello se deriva el desarrollo del culto a la fecundidad de la Tierra, considerada como Madre, y, con asociación a él, el culto a la fecundidad de las hembras. La supremacía de lo femenino atraviesa el Neolítico.
El culto a la Gran Diosa Madre se generaliza en el Mediterráneo y Anatolia fue el centro clave. Se extiende hasta Troya, por el norte, y las islas Cícladas por el Mediterráneo… de allí llega hasta Creta. La cuenca del Mediterráneo fue el lugar de una serie de colonizaciones de un proceso migratorio que, desde Anatolia, atraviesa costas e islas y llega hasta los Balcanes. En todo este proceso el mar fue el único nexo entre los hombres.
El primer foco de civilización, que pasa del Neolítico a la Edad de Bronce, fue Troya, cuya posición geográfica la convertía en paso obligado de las rutas comerciales. Las que primero se beneficiaron fueron las islas Cícladas, ubicadas en el Egeo, entre la península helénica y Anatolia en torno a Míconos, Paros, Milos, Delos…La civilización que allí se desarrolló, durante la Edad de Bronce (2.000 a 3000 a.C.), fue marítima y comercial y con ella llegó el culto a la Diosa Madre.
Los hallazgos arqueológicos nos informan de las prácticas religiosas de estos pueblos cicládicos y, por los vestigios, se ha determinado que en el ámbito isleño se rendía culto a la Diosa Madre. Ello se debe a que se han encontrado ídolos femeninos realizados en mármol blanco de Paros. Los más antiguos son los que tienen una forma de violín: figuras de mujeres estilizadas, desnudas, acurrucadas y con vientre y caderas prominentes. Otros ídolos tienen rasgos más realistas: rostro ojival, pero con ausencia de ojos y boca (lo cual se debe, quizá, a la policromía inicial), los brazos están cruzados sobre el vientre y se marcan los senos y el triángulo púbico.
Hay datos que aporta la arqueología acerca de que estos pueblos: tenían sus ojos puestos en este mar que destella con el sol naciente y trasluce en intenso azul. Se encontraron anzuelos de bronce, vasos de terracota con decoración de hombres llevando peces en sus manos y, lo más importante, “sartenes” de terracota decorados con motivos marinos. Éstos habrían sido usados en ritos. Muestran en su superficie representaciones de naves de altura y no es casual que en estas primeras representaciones se perciba la idea del mar concebido como una red de espirales continuas. Este es uno de los primeros intentos de plasmar, con criterio abstracto, las ondulaciones del Egeo. Es por ello que se puede sostener que podrían haber tenido un sentido religioso, unido tal vez con creencias sobre el mar y el más allá.
En el tercer milenio a.C., Creta alcanzó un nivel muy elevado de desarrollo con habitantes provenientes de las islas del Egeo, que crearon una sociedad de régimen comunal regida por relaciones patriarcales en la que los vestigios del matriarcado seguían vigentes. De sus antepasados los cretenses conservaron la técnica de la navegación marítima y se desarrollaron a expensas de territorios de ultramar. Durante esta época, el culto a la divinidad femenina era el principal, pues los pastores y campesinos ejercían esta piedad para granjearse los favores de las divinidades capaces de garantizar una renovada fertilidad. Hay un gran número de representaciones femeninas que no es más que una “Gran Diosa Madre” del neolítico, heredada desde las Cícladas. Tiene diferentes acepciones, pero la más importante es la de ser adorada como la diosa del mar.
La gran mayoría de los recipientes cerámicos están adornados con motivos marinos y se han hallado exvotos donde se puede rastrear que la divina asistencia fue considerada indispensable. Es la eterna diosa, siempre cambiante, venerada a lo largo de los siglos, según códigos diferentes, por la marinería mediterránea de todos los tiempos. Hay innumerables escenas sagradas talladas en ejemplares elípticos, en los que se ven figuras femeninas asociadas a escenas de barcos.
Si buscamos las raíces de la diosa del mar en otras mitologías asiáticas, advertimos que en muchas de ellas las divinidades femeninas estuvieron relacionadas con el mar y con el elemento líquido en general. En la mitología sumeria está Namnu, cuyo nombre se escribe con el ideograma utilizado para designar mar. Este origen del cosmos a partir de una extensión acuosa es una concepción que concuerda con la tradición bíblica y hallaría eco en el mito babilonio de la Creación, en el cual es el mar, personificado por la diosa Tiamat, el elemento que dio origen al cielo y la tierra. Además, el mito pelasgo de la creación presenta a Eurínome, la diosa de todas las cosas, surgiendo desnuda del caos y danzando en solitario, sobre las olas del mar, para engendrar el universo. También es significativo que la diosa semítica Astarté, considerada diosa de la fecundidad, también fuera venerada como divinidad marina, protectora de navíos en las tormentas, de los astros, de la navegación y del amor. Astarté sería identificada, posteriormente, con la Isthar babilonia y la anatólica Afrodita.
Cuando Cronos se rebela contra su padre, Urano, lo castra y de ese acto nace Afrodita (la diosa “dada por la espuma”). Los testículos de Urano caen al mar y del contacto del esperma con la espuma se engendra la diosa. Otras tradiciones dicen que es la espuma del mar, por sí sola, la que la forma. Otros afirman que nace de la unión de los amores de Océano con Tetis. Lo importante es señalar el detalle de que es la diosa surgiendo entre las olas del mar, navegando sobre ellas. Esta es la imagen predilecta de los artistas, y este concepto de diosa marina se impuso por arriba de cualquier otro.
Los griegos incorporaron a Afrodita al panteón helénico, pero, al igual que la fuente de la que surgió -el útero marino-, ésta siguió siendo revoltosa. Es posible que se convirtiera en la deidad del amor sexual en virtud del vínculo metafórico entre el mar y el deseo: ambos son imprevisibles, misteriosos y potencialmente irresistibles.
Esta Afrodita Marina es la que en el Renacimiento recreará Botticelli, y que podemos entender como un verdadero homenaje a la Antigüedad. En Uffici, Florencia, podemos aún hoy admirar “El nacimiento de Venus”, pintada por Botticelli en 1482. Allí la diosa se sitúa en el centro de la creación y ésta aparece inteligible, hecha a su medida, dócil a su voluntad. Apoya sus pies sobre una concha marina y la rodean del lado izquierdo la personificación de Céfiro y la de Aura, los vientos que soplan sobre las aguas y, de la derecha, la Primavera, vestida de margaritas y otras flores. La diosa se ubica en esta centralidad. Este acto responde al hecho de ejercer el poder sin límite y comunicar al espectador que la diosa está tranquila y que extiende su pensamiento sobre las cosas.
Esta pintura representa la apoteosis de la belleza. Bacon resumió las ambiciones que la ciencia desarrollará en los siglos venideros: buscar “la potencia misma del género humano y su imperio sobre la universalidad de las cosas” a fin de establecer el reinado del hombre sobre las criaturas. Algo más tarde, Descartes proclamará del mismo modo la ambición de “hacerse como dueña y poseedora de la naturaleza”. El arte de Botticelli expresa, en la obra “El Nacimiento de Venus”, uno de esos medios de dominio, porque capta las apariencias, las somete a las reglas de nuestro pensamiento. En la obra hay un espíritu ordenador, eminentemente arquitectónico, que se comunica a la pintura misma. Acá la composición desempeña el papel capital. Botticelli se afana en la composición del conjunto y de las partes, así como por sus relaciones recíprocas, con miras a una unidad inmediatamente aprehensible, unidad que está estructurada en el círculo, la forma geométrica más centrada. No son colores vivos, están opacados por la mezcla de yema de huevo y barnís en la pintura, que acercan la obra a la apariencia del fresco de muro.
El trazado del movimiento del cabello aspira a liberar el dinamismo que le confiere la superficie cerrada: la diosa navega, se agita en libertad dejándose llevar por sus propias posibilidades. Al mismo tiempo, la diosa naciente, aún desnuda, tapa pudorosamente sus senos y el pubis. Este detalle acentúa sus características no sólo femeninas sino, además, las partes de su cuerpo que aluden a la fecundidad.
Un Himno homérico en honor a Afrodita dice:
Viento Poniente sopló con ternura,
en Chipre, dentro del mar.
Algas y espumas fabricaron
El carro de Afrodita.
Con guirnaldas las horas la cubrieron,
¡fragantes vestiduras!
La corona alegre pusieron en su testa inmortal.
Indudablemente, Botticelli recrea con códigos renacentistas esta vivencia de la diosa: diosa espuma, diosa plácida, diosa marina, diosa fecunda y sensual.
Afrodita es una deidad de origen oriental, nacida en la costa de la isla de Citera, desde donde fue llevada amorosamente por Céfiro a la isla de Chipre. Su culto se introdujo en el mundo griego por vía marítima y los helenos, entusiastas de todo lo maravilloso, forjaron entonces una leyenda según la cual la diosa había salido de la espuma de las olas y le dieron el nombre de Afrodita (de “apros”, espuma). Es conocido el esquema mítico que la caracteriza como diosa del amor y de la belleza. Afrodita ofrece esta doble vertiente: como diosa del mar, en todas las tradiciones legendarias de zonas geográficas próximas a Grecia, y como divinidad asociable a las diosas de la fecundidad del Oriente próximo, tal como Ishtar de los babilonios, la Astarté de los fenicios, etc.
En Pafos (Chipre), Afrodita tuvo su santuario más importante, porque fue allí donde la diosa fijó su lugar de residencia, rodeada por las hijas de Temis, la Estaciones, sus servidoras. El mar había sido la cuna de la diosa y, por eso, las sacerdotisas del santuario de Pafos se bañaban ritualmente en el mar, rememoraban así el nacimiento de la diosa y se purificaban en su honor.
Afrodita Urania, llamada por Platón “hija del Cielo”, es una divinidad celeste, dispensadora de abundancia y fertilidad, la diosa del amor y del deseo; pero es también Afrodita del Mar, designada por los autores clásicos como “Pontia” (del mar) o “Euploia” (de la navegación feliz). Así, es la deidad propicia a los navíos y navegantes, que reina sobre las olas y los vientos, y depara a los barcos que la imploran una tranquila y feliz travesía.
En la antigüedad, las anclas estaban hechas de madera, normalmente de roble, con un tronco de plomo. El pesado tronco de plomo formaba la parte superior del ancla, que descansaba en el fondo del mar, de modo que las uñas de madera pudiesen enterrarse en la arena o en las rocas. Estos troncos de ancla de plomo se han encontrado por miles en el Mediterráneo y se ha escrito bastante al respecto de ellos. Honor Frost ha demostrado cómo éstos se fundían, en improvisados moldes de arena en la playa, en torno al mango de madera dura.
Durante el período romano el tronco de plomo se desarrolló en lugar de la piedra. Tenía el mango y los extremos de madera y las uñas de metal. El mango estaba estriado de forma que se pudiese atar en él otro ancla. Los troncos se moldeaban directamente en los mangos, que tenían un agujero en el medio en el cual el plomo fundido adhería fuertemente.
Los marineros son tradicionalmente supersticiosos y los marineros griegos y romanos no son una excepción. La mayoría de estos troncos de ancla llevaban inscripciones en griego, muchas con las letras al revés y con faltas de ortografía y en ellas aparece el nombre del propietario del barco, del propio barco y el nombre de dioses o diosas protectores: la mayoría lleva el nombre de Afrodita.
Como el culto a la diosa estaba particularmente extendido por numerosas islas de los mares griegos, y en las ciudades portuarias, nada tiene de extraño que fuera la concepción de “protectora del mar“, “diosa del mar”, “madre del agua” la dominante en la religión oficial.
Cuando los romanos identificaron a Afrodita con Venus (Venere), dieron su nombre al cuerpo celeste de mayor luz del firmamento, tras el sol y la luna: la estrella de la tarde y el lucero de la mañana y, en definitiva, la guía de los marinos.

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