domingo, 20 de marzo de 2011

Por si no lo leíste. La conspiración, de Paul Nizan

La conspiración (La conspiration, Paris, 1938)
Paul Nizan
Buenos Aires, Argos, 1949

Por Daniel Fara

En La espuma de los días, novela de Boris Vian, una fábrica de armas inventa el arrancacorazones y alguien lo emplea exitosamente en la persona de un tal Jean-Sol Partre. A su vez, otro tal Jean-Paul Sartre, que nunca inventó nada, le arranca el corazón a Paul Nizan en el prólogo que escribió para la reedición de Adén Arabia en 1960.
Soportar las cuarenta y siete páginas que pesa esa introducción, egocéntrica y malversatoria, es privilegio de pocos. Muchos, en cambio, conocen el libro de memorias, aunque más no sea por su citadísimo comienzo: "Yo tuve veinte años y a nadie le permitiré decir que esa es la mejor edad de la vida". Esa frase basta para rescatar de manos indebidas el corazón de su autor y para comprobar cuánto cabía en él de Rimbaud y de Céline. Precoz y desaforado, Nizan reconoció alguna vez que no tenía miedo de odiar, que el odio hacía buena pareja con el olvido. Tal vez de esa unión provenga su estilo implacable y sin embargo ajeno a toda furia. Con ese estilo y en apenas treinta y cinco años de vida (1905-1940), escribió cinco libros hermosos: Adén Arabia (1931, memorias), Los perros guardianes (1932, ensayo) y tres novelas, Antoine Bloyé (1933), El Caballo de Troya y La conspiración, ambas publicadas en 1938.
Murió en los comienzos de la Segunda Guerra, combatiendo contra los alemanes, y si bien su obra tuvo amplia difusión en la Europa de posguerra, aquí en la Argentina se le concedió una atención muy reducida en los sesenta y luego, sin más, pasó al olvido.

La anécdota de La conspiración es, según se mire, elemental o muy compleja; en cualquier caso la conspiración a la que alude Nizan no es la que cinco burguesitos con veleidades izquierdistas urden (y no llegan a concretar) contra el poder establecido. Los conspiradores (ineludible Sartre...) son los otros, la familia, las amantes, los políticos, los intelectuales, la policía y, sobre todo, la juventud, porque su rabiosa ubicuidad la obliga a gestionar un complot y a ser su primera víctima.
París aparece en el riguroso blanco y negro de los años veinte, manejada por capitostes como Poincaré y Maginot, cuya decrepitud moral no les molesta para fingir, por caso, que resucitan a Jean Jeaurés para reenterrarlo con los honores que no conociera -ni hubiera deseado- en su primera muerte. Con cuarenta años menos, los cinco jovencitos no creen en la simulación pero tampoco consiguen proletarizarse ni renunciar a sus sirvientes ni a las vacaciones en el exterior con papá y mamá. Sus discursos inflados, su comercio desdeñoso con las mujeres, su hastío sinceramente compacto motivan la inteligente piedad de Nizan, expresada en acotaciones memorables; las actitudes más casuales e irrepetibles devienen emergentes de una incesante lucha interior: cuanto más decepciona ser joven, más se piensa en cambiar al mundo. Sin embargo, "...no sabían lo pesado, lo blando que es el mundo ni lo poco que se parece a un muro que se tira abajo para levantar otro mucho más hermoso, sino que más bien parece un amasijo sin pies ni cabeza, gelatina, una especie de gran medusa con órganos muy ocultos". Por eso la lucha suele terminar con la madurez o el suicidio, ya se haya intentado editar una revista combativa (La Guerra Civil) o seducir a la cuñada; la juventud se uniforma con aprontes menos militantes que militares. Así y todo, uno de los muchachos, el único que no proviene de una familia rica, encuentra una especie de salida, la traición.
Siguiendo al Arlt de El juguete rabioso (1926) y anticipando al Camus de El extranjero (1942), Paul Nizan concibe a Pluvinage "más singular aún que su apellido de pájaro lluvioso y de personaje de Jarry", a Sergio Pluvinage, hijo de policía y policía él mismo. Su traición consiste en informar al Comisario sobre el paradero de un comunista prófugo (que fue su amigo) con la misma fe en la acción que antes lo llevara a dibujar una ametralladora para la primera tapa de La Guerra Civil. Más próximo a Silvio Astier que a Meursault, el triste y desagradable Sergio ha intuido que no hay verdadera traición si no se traiciona a todos, superiores y compañeros; solamente así se queda uno sin nadie y a salvo del fracaso del idealismo. El Comisario le había revelado ya la mitad del misterio: "Se entra a la policía lo mismo que se suicida uno. Nuestro género de poder consuela de no tener un poder visible y de los éxitos fallidos". Ahora Sergio Pluvinage, ya suicidado moralmente, podrá evitar el otro riesgo, crecer: nadie se aburguesa mientras pueda mantener vivo al oprobio.
La dureza de La conspiración atañe a la vida como circunstancia extrema. Se nace en una época y se crece escuchando sus argumentos mientras la gente que nos quiere y la que nos odia complotan, asociadas, nuestro futuro; de ahí en más evitaremos los campos minados o patearemos furiosa, infructuosamente el suelo. Las novelas mediocres se limitan a registrar una u otra acción, las buenas novelas estallan con sus personajes antes de que nadie llegue a ponerles un pie encima.

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