domingo, 20 de marzo de 2011

Edad incierta

Edad incierta
por David Filipiuk



Muy bien yo sé que el tiempo es impreciso, no sé lo que pensar…


No todos los recuerdos son confusos, eso lo digo con seguridad. ¿Cuál es su primer recuerdo? Todo lo mío es impreciso. Hay cosas que es imposible obviar para vivir con otros. Cosas que se aprenden desde el nacimiento. Yo, sin embargo, me pude saltar, ahora lo veo, en vano, algunas etapas. Me hablan de la edad, de que puedo ser algo inmadura para la edad que aparento. Y lo soy, pero eso se puede arreglar en unos segundos.
Así soy yo, creo, saliendo de la adolescencia. No crean en las fotos, mienten. Mamá me pide que sea a veces su pequeña nena con el pintorcito de jardín, o la madura universitaria que se recibe, o una adulta, con la cual conversar en las noches en que papá se retrasa en el trabajo. Generalmente para su cumpleaños le llevo el desayuno a la cama, y me recuesto a su lado a mirar los aburridos programas de la mañana. El punto es que entonces soy una niña, para que se divierta en darme alguna tostada con mermelada en la boca.
Recuerdo que yo le pedía plata para algún caramelo. Mamá sabía que era en broma y me daba lo suficiente para la noche, cuando tomaba la edad correcta para entrar a un boliche. Según ella no llegaba a la edad para ir a esos lugares, pero la emoción de ir adonde ninguna de las chicas del curso podía me ganaba. Entonces me ponía algo provocativo e iba por la noche. En el boliche se me acercaban algunos muchachos. Eran todos boludos. No me caían bien. Prefería ir a otros lugares: bares, al teatro a veces, colarme en alguna fiesta de la universidad o en un ciclo de cine.
A papá, como a todo papá, se le ponían los pelos de punta cuando estaba escuchando la radio a la mañana y me sentía volver. Pero yo entraba al cuarto hecha una señorita, y me acercaba a él como una niña que esconde la vista. Me ponía una mano sobre la cabeza, me revolvía el pelo y me daba un mate. Lo tomaba adolescente, como el me dice que soy, y luego iba a dormir.
He escuchado eso de que los padres nunca piensan que estás listo para ciertas cosas. Que hay que darle tiempo a todo. Ni te cuento cuando papá entró a verme una mañana, ni bien había nacido, y me halló como ahora. Lo miré asustada cuando tragó un grito al encontrarme. Con mis curvas así, con mi mirada de bebé, balbuceando desnuda y comprimida en un pequeño corral. Mi reacción obvia fue asustarme y comenzar a llorar. Qué iba a hacer. Tenía dos días de vida, qué sabía del lenguaje, además del gugudada que me dirigían. Yo no les entendía mucho por entonces. Hay cosas a las que hay que darles tiempo. Yo puedo sentir todo el cuerpo cambiar, pero eso no implica que aprenda todo al hacerlo. Aprendo cosas que otras de mi edad seguramente no, porque sus mamás no las dejan ir a tal o cual lugar. Simplemente porque no tienen la edad suficiente. Yo puedo tenerla: más, o menos también.
Mamá amamantaba a su tierna beba, a una cuarentona, a una colegiala. No lo controlaba cuando tenía pocos meses. Es absurdo pensar que pudiese. Pero creo recordar cuándo lo pude controlar. Fue como veinteañera, me parece. Era verano y estaba en la pileta del patio de casa. Era una nena y de pronto más grande: siempre tenía las yemas de los dedos arrugadas, pero el tamaño variaba si yo quería. Como dos horas después había vivido toda mi vida, y visto todas mis futuras manos. Pensar era la condición. Los números me resultan absurdos. Sólo pienso en cómo quiero ser. Corrí a decirle a mamá. Toda mojada, y sin saberlo, desnuda. El traje de baño no soportó esa fugaz pubertad. Tenía un perfil curvilíneo cuando entré a la cocina. Mamá gritó, pero vio a la nena en mis ojos abiertos y brillantes. Entre agitadas respiraciones le mostré lo que había descubierto. Y que podía manejarlo. Le serví un vaso de agua y le alcancé una aspirina. ¿Pero podés volver a ser vos?, me dijo. Esa pregunta me resultó confusa. Soy yo todo el tiempo, ¿o no?, ¿o cambiamos cuando crecemos, o cuando nos aniñamos? En ese momento no tenía ni idea de lo que significaba crecer.
Papá estuvo incómodo cuando comencé a cenar como adolescente a los siete años. Es que me irritaban esas sillas altas, porque comer era ensuciarse y me molestaba. Le decía a él que era sólo durante la comida, que después sí me ponía como nena a resolver la tarea del colegio. Y llenaba renglones con la letra a, luego la b, y así. Y los sentía mirarme y sonreír. Porque algunas veces no me controlaba, tomaba el lápiz con más fuerza, sacaba un poco la lengua, y me perdía en los firuletes de la h mayúscula en cursiva. Y cuando lo hacía me volvía una adolescente, emperrada en una letra. Y por supuesto, la ropa se me rajaba toda.
En casa comencé a arrastrar un viejo camisón de mamá, porque por ahí cambiaba sin quererlo y ella no quería que rompiese más ropa. Que me tenía que controlar. Porque a fin de cuentas era una nena.
Los cumpleaños me resultan absurdos, me atan a un número y al tiempo, y hoy en día aprendí a decir que yo refuto esas nociones. Que no tengo tiempo para tener los años que dicen las velitas. Mamá me lleva la cuenta de los años, sabe que no me puedo acordar de algo tan banal como la edad que tengo. Sabe que no me importa eso. Me resultan más importantes otras cosas. Puedo volver a todas las edades, porque ya estuve en todos los momentos de mi vida. Por eso, cada tanto, me aburro horrores. Ya vi mi vida en esa pileta, ese verano.
Es seguro afirmar que esa vez yo me adelanté al tiempo y vi todo; pero también hay cosas que se aprenden con el tiempo, como dice papá. Es seguro que tengo montones de cosas que saber, de palos que pegarme, de decepciones que llevarme. En este tiempo no hice más que terminar el colegio siendo como todas las demás, e ir a la facultad. Por las mañanas soy una mujer de treinta que se parte el lomo en una oficina, que les coquetea a los hombres con una corta falda. Por las tardes vuelvo a la edad que dice mamá, y voy a la facultad. Mis compañeros no comprenden cómo pude conseguir ese trabajo, porque soy joven para un puesto así. Yo, por dentro, me muero de risa. Y cuando voy sola, siempre viajo sentada en el colectivo o en el tren, porque siempre le ceden el asiento a una viejita.
Cada tanto siento un vacío, y me quiero acostar como nena entre mis padres. Me aceptan en ocasiones, en otras me dicen que ya crecí. Entonces siento mi cuerpo como un disfraz. Soy la burla del tiempo. El chiste de los años. Me encierro en mi cuarto, me quito todo. Me paro frente al espejo grande y me veo vivir y llorar. No importa la edad, las lágrimas siempre son saladas. Y siempre duelen lo mismo.
Para alejar todo sentimiento, suelo dormir como un bebé.

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