viernes, 18 de marzo de 2011

Fuckin' Judas

Fuckin' Judas
Por Daniel Fara

Asidua visitante de las pantallas grande y pequeña, la figura del undercover nació como cruza de elementos propios del cine de espionaje y del policial negro. Desde ese origen se apuntó a intensificar el potencial reaccionario que subyace a ambos géneros pero lo cierto es que la figura del infiltrado, el policía que se pasar por delincuente, se ha convertido con el correr de los años y las variaciones estéticas, en un verdadero boomerang para los ideólogos de derecha y ha puesto en riesgo al sistema de representaciones que alguna vez pretendió justificar la dinámica del vigilar y castigar.
Aun opuestos, el policía heroico, tradicional, y el agente corrupto son personajes unilaterales y, por lo tanto, favorables al mantenimiento del poder. El primero enfrenta a la delincuencia desde este lado, el de los buenos, y así sostiene su identidad institucional. El otro parece comprometer la integridad de las fuerzas del bien pero en realidad es un tránsfuga, alguien que se ha pasado al otro lado; en suma, es ahora un malvado más que puede ser combatido, con lo cual la división maniquea de campos queda intacta. Diferente de ellos, el encubierto es representante de una situación compleja, jugada en el terreno de la ambigüedad y por tanto difícil de reducir a esquemas de polarización.
De salida, el encubierto debe renunciar parcialmente a su identidad, implantarse un alias, modificar tal vez alguno de sus rasgos físicos; el éxito de su infiltración depende de que los gangsters lo consideren uno de ellos por lo que además de disfrazarse de pistolero tiene actuar como tal si pretende asegurarse la credibilidad. Con lo que representa, todo esto es poco frente a una cuestión más grave: el undercover tendrá que involucrarse sentimentalmente con tipos que, a la larga, habrá de traicionar.
Enajenado a medias, sin saber claramente si comportarse como malo es una necesidad o un placer, puestos en crisis sus afectos, el agente acabará por comprobar que su método, el disimulo, ha pasado a convertirse en un dilema. ¿De qué lado está? ¿Qué tiene que ver con sus convicciones el principio de obediencia debida? No habrá respuestas, claro, sólo el desprecio de los dos bandos y la peor condena, esa que él mismo se impondrá como culpa porque, nada disimula esto, él conocía los riesgos del trabajo en el que se estaba metiendo.
En las buenas películas de undercovers ese dilema hamletiano es el centro de las acciones, como ocurre en The Molly Maguires (1970, Martin Ritt). El detective James McParlan, comisionado para infiltrarse en un grupo revolucionario secreto, que como protesta social dinamita minas de carbón, empieza a tomarle el gusto al asunto, tanto que interviene en varios atentados en los que pudo no haber participado. Un día, apercibido por su contacto de que el servicio secreto no ignora que se está pasando al otro lado, McParlan se asusta y vende al grupo que le había brindado toda su confianza. En cambio, en The departed (2007, Martín Scorsese) la figura del infiltrado se duplica (un policía trabaja para la mafia y un mafioso trabaja para la policía) no hay dramas de conciencia ni desgarros interiores de los personajes, entonces "Los infiltrados" termina siendo una buena película pero de ninguna manera una película sobre undercovers, a pesar del título y las acciones.
En State of Grace (1990, Phil Joanou) Terry Noonan vuelve como encubierto a la Hell's Kitchen de Los Ángeles donde fuera pandillero antes de desaparecer por largo tiempo y acabar en la policía. En un primer momento el regreso es casi feliz ya que reencuentra a su mejor amigo, el mafioso Jackie y a Kate la hermana de éste, que fuera su primera novia y con quien reanuda relaciones, pero pronto su verdadera situación se le hará evidente. "I'm a cop... I'm a fuckin' Judas cop...!", confiesa desesperado a Kate cuando se descubre como policía sin convicciones pero demasiado enredado con sus superiores para poder cambiar de bando. Más tarde recordará que al aceptar la misión había creído posible una especie de estado de gracia en el que pudieran coexistir el trabajo heroico de policía y el reencuentro con su vida anterior. Pero Noonan lo advierte tarde, la realidad y las ideas se mezclan desagradablemente y de esa mezcla surgen la ruina personal y el daño a los demás.
Lo mismo le ocurre en Reservoir Dogs (1992, Quentin Tarantino) a Mister Orange, un undercover torpe, mal preparado, que además de causar una masacre, en vez de prevenir un robo, lleva a la muerte a Mister White quien lo ha protegido desde el comienzo contra los otros integrantes de la banda. Otro caso similar se da con Joseph Pistone, a.k.a. Donnie Brasco, por cuyos "méritos" debe inmolarse Leftie, un mafioso en decadencia, un loser, que lo había introducido en la familia y que había llegado a ser para él casi un padre adoptivo. Tal vez Donnie Brasco (1997, Mike Newell) constituya la reflexión más profunda sobre este tema. Dos escenas del film pueden ser citadas como ejemplo de lo que pretende decirse aquí. En la primera, Brasco y otros mafiosos entran a comer a un restaurante japonés y el propietario les pide que se descalcen. Todos aceptan, menos Brasco. El dueño insiste, los otros tratan de persuadir a su compañero y entonces Donnie estalla: "¿Estos hijos de puta mataron a mi viejo en Okinawa y yo me voy a sacar los zapatos?". El argumento resulta tan concluyente que Leftie y los otros arrastran al japonés a la cocina y lo matan a golpes. Luego sabremos que el motivador del conflicto no ha sido la muerte de un héroe en Okinawa sino el micrófono que Brasco lleva atado al tobillo para que el F.B.I. pueda escuchar y grabar como evidencia las conversaciones de los mafiosos. En el final -cuando ya Leftie ha sido inducido a suicidarse y los demás goodfella se han quedado pasmados al enterarse de quién era en realidad su querido Donnie- el agente Joseph Pistone recibe una medalla y un cheque por 500 dólares en un acto burocrático que dura dos minutos y al cabo del cual Joe / Donnie queda mirando a través de una ventanita el mundo sombrío al que ha regresado sólo para ocultarse de la mafia por el resto de su vida, con un nuevo alias y sabiendo que los mafiosos ofrecen a quien traiga su cabeza una recompensa sensiblemente superior a los 500 dólares.
Barrows Dunham ha hecho notar que si espera hacer carrera en la sociedad occidental, el hombre debe aceptar, sin compartirlos, los condicionamientos que emanan de esa sociedad y hacer suyas muchas creencias a las que, en otro caso, nunca hubiera accedido. Este hecho, simple y contundente, no cancela la posibilidad del heroísmo pero determina para el que pretenda ser un héroe el camino de la heterodoxia y hasta de la herejía. La perplejidad del undercover tal vez sea insuficiente para producir una conciencia efectiva y una actitud heroica pero, como invento vuelto contra su inventor, es sin duda una fisura considerable en la ortodoxa fachada con la que el poder encubre, precisamente, sus métodos de persuasión y coacción. © Daniel Fara


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