jueves, 6 de octubre de 2011

Música: Sigur Rós

Música: Sigur Rós
por Víctor Olivera

Sigur Rós (Rosa de la Victoria en su traducción al español) nació en el mes de diciembre de 1994 en los gélidos prados de Islandia, un pequeño y recóndito país ubicado hacia el noroeste del viejo continente. Que su música sea un cálido halito, un gentil y acogedor abrazo, entonces, no debería sorprender a nadie. Oriundos más precisamente de Reikiavik, la capital más septentrional del mundo, los cuatros integrantes del grupo, excéntricos e introvertidos por excelencia, comenzarían a gestar, a base de un talento intrépido e innovador, lo que sería una de las bandas más aclamadas por el público tanto como por la crítica en general, y así también una de las más influyentes en el ámbito musical.
Sin entrar en debates superfluos –que los hay y demasiado cuando se trata de catalogar dentro de un determinado género a una banda tan compleja y llena de matices como lo es Sigur Rós—, la música del grupo liderado por el multi-instrumentista Jón Þór Birgisson (Jónsi) podría ligeramente incluirse dentro de lo que es el Post-Rock, género de por sí bastante difundido a lo largo de los últimos años, en gran parte gracias a Sigur Rós en sí, y también por medio de otros conjuntos de la envergadura de Explosions in the Sky o This Will Destroy You. De todas maneras, colocarle etiquetas a una música tan libre y exenta de calabozos escatima de buen juicio. En tal caso, lo más congruente sería indicar que la música de Sigur Rós es un cúmulo de romanzas panteístas, visceral, de variedades interminables de gamas y matices, de polos opuestos que varían desde una fuerte presencia de batería, desde un raudal de ritmos frenéticos y pulcros falsetes in crescendo, hasta extensos pasajes imperados por el particular y tenue minimalismo del xilófono. Resultan, por lo tanto, imposibles de encasillar. Alejados del tecnicismo onanista tan propio de varios autores elitistas, los islandeses permutan y edifican obras experimentales, progresivas y de alto nivel interpretativo tal como si se tratase de infantes que se divierten a orillas del mar. He allí donde radica su grandeza: en el esplendor de lo implícito. Con la música oigo la vida, diría Cioran. Y qué bella es la vida que nos revelan los escandinavos. Inverosímil sería no sentirse enajenado con las postales que transmiten estos músicos a través del éter con su vasto repertorio de instrumentos: bajos, guitarras (Jónsi toca con un arco de violonchelo para conseguir peculiares distorsiones), marimbas, teclados, pianos (de juguete incluso), violines, flautas y toda clase de instrumentos de viento armonizan en sincronía, en éxodos serpentinos, en encuentros casuales.
Los elegantes y enigmáticos parajes de Sigur Rós poseen la particularidad de evocarnos tiempos mejores, quizás no vividos pero sí anhelados, silencios místicos e imágenes líricas tales como un vislumbrar en cámara lenta el aleteo de un quinde que pica la flor hermosa, o el deleite del roce, de una caricia amigable, o el explorar nuevos rincones con nuestra imaginación (¿un jardín zen, quizá?), entre otras cosas, que no sabríamos apreciar sin la ayuda de estos diestros en el arte de las musas.
“Creo que ese es el objetivo principal de nuestra música: encontrar la belleza”. Sigur Rós encontró la belleza ya hace bastante tiempo; ahora se dedica simplemente a reinventarla. Ideales para degustar en lluvias de otoño, en estaciones de soledad, cuando se busca simplemente la escisión no sólo del entorno sino también de uno mismo, cuando se intenta llegar a un santuario íntimo. “Dios llorando lágrimas de oro en el cielo”, así describiría el trabajo de Sigur Rós Andy Greenwald, crítico estadounidense. Sobran los comentarios. Probablemente se trate de una de las pocas bandas actuales capaces de transmutar la música en diversos artes, en poesías audiovisuales.
Hasta la fecha solamente han sido editados cinco discos oficiales, además de un DVD, Heima, que recoge la gira gratuita realizada a lo largo de quince localidades de Islandia durante el verano de 2006.
Von, publicado en 1997, fue recibido por la crítica islandesa como “un soplo de aire fresco en la cultura del rock”. Difícil de digerir, dado su carácter experimental y único, Von no cosechó un mayor éxito comercial. Sin embargo, deja en manifiesto el designio revolucionario del grupo.
Únicamente hicieron falta dos años de ensayos perfeccionistas para que Sigur Rós obtuviera reconocimiento mundial con uno de los discos más fascinantes e imprescindibles de las últimas décadas: Ágætis byrjun (Un buen comienzo), el cual destacaría sobre todo por sus atmósferas de sonidos introspectivos y ambiguos, por romper el molde en el cual se encontraba la música hasta ese entonces y extenderla como la explosión de una supernova, más allá de los sentidos, en donde sólo existe el arte capaz de hacer sentir. Con sus murmullos de estrambótica lengua, la parsimonia de las constelaciones, y el salmo de las aves, el disco bien podría tratarse de la banda sonora del universo mismo. Y aun así, le quedaría chico el epígrafe “Lo mejor que Dios ha creado es un nuevo día” (Viðar vel tl loftárasa, adagio número siete).
Habrá quienes discrepen con lo dicho y apunten a que lo mejor que Dios nos ha dado han sido sus lágrimas. Y no andarían tan cortos de razón. Ágætis byrjun, en cada una de sus obras, conduce a los resquicios de un locus amoenus.
Balanceadas con óptimo tino entre la melancolía y la esperanza, las canciones de su tercer trabajo discográfico, titulado sencillamente (), flotan, como si se tratase de una estela onírica, dentro de nuestras cabezas con etéreos vaivenes musicales, de sentimientos impresos. Y ya no sólo es la mente — y el alma, por supuesto —, las que terminan agradeciendo, sino inclusive el cuerpo mismo reverencia el éxtasis polifónico en cuestión. El álbum, en un principio sin estructura definida, con canciones sin títulos aparentes, se va moldeando en el espacio con la serena filosofía con la que una araña teje y entreteje durante el auge del día. Lo propicio, lo recomendablemente sano, sería dejarse caer con los brazos abiertos en el interior de ese retículo de paz.
Las letras merecen una mención aparte. Escritas e interpretadas en una jerigonza concebida por Birgisson, el vonlenska (de von, “esperanza” e íslenska, “islandés”), similar al scat de algunos jazzistas, en donde la voz en vez de ser una válvula de palabras explícitas es aprovechada como un instrumento más. Vonlenska, de gramática inconsistente y carente de significado, en una superlativa licencia artística, subraya y estimula la más primitiva facultad del escucha: la de pensar y sentir por sí mismo. En ese caso, las letras en vonlenska simbolizarán lo que uno quiera que simbolicen.
Recelado entre los más conservadores fanáticos por tratarse de un disco “accesible” para los oyentes menos experimentados, el 12 de septiembre del 2005 salió a la venta Takk, su cuarto álbum oficial. La excelsa melodía, presente durante los 65 minutos de duración, no hace más que evidenciar lo axiomático: Sigur Rós es atemporal, eterno. Sus composiciones trascienden cualquier declive o bloqueo artístico, ellos mismos se superan, diez años después de su debut, con un disco antológico. Con gran despliegue creativo, candidez e ingenuidad, piezas como Glósoli, Sæglópur o la optimista Hoppípolla, se han convertido en auténticos himnos y has sido empleadas en diferentes programas televisivos, campañas publicitarias, videojuegos y películas (cabe destacar el uso de Hoppípolla en el momento cúspide de The Life Aquatic with Steve Zissou de Wes Anderson). Takk, traducido al español, significa “gracias”. Jónsi y compañía dicen “de nada”.
Por último, Með suð í eyrum við spilum endalaust (“con un zumbido en los oídos tocamos sin parar”) es más (y menos) de lo mismo. Más en el buen sentido: la esencia sigue siendo la misma, Sigur Rós no pierde el estilo ni el minucioso toque en ninguno de sus once nuevos vergeles cósmicos; la magia sigue intacta. Menos en el buen sentido también (less is more), debido a una propuesta renovada y en pocas ocasiones explotada por la banda. Las primeras canciones del disco, aunque de brillante ejecución son, en una primera revisión, desconcertantes, y llegan a contener tempos de música pop, folk, y otros horizontes tan poco comunes en anteriores proyectos del cuarteto, como por ejemplo la escasa duración de éstas, o la extrañeza de All Alright, su primera canción cantada en inglés. Una propuesta arriesgada, como era de esperarse. La épica Festival, de nueve intensos minutos, rememora al Sigur Rós de la vieja escuela. Pero la banda, en su último trabajo de estudio, deja en claro que ha dado un paso. ¿Un paso hacia adelante? Sí. Hacia los costados también. Hacia donde sea que se encuentre la diosa Aglaya desnuda y las mariposas nocturnas.
Sin pretender ser mesías de nadie, Sigur Rós no hará de guía en tus odiseas por el desierto, por los ambages de Creta más, sin embargo, te hará sentir acompañado, protegido por el sutil y acústico sonido de sus altruistas texturas. Para Kjartan Sveinsson, tecladista del grupo, uno de los momentos más agradables fue cuando recibió una carta de un seguidor que relataba que sus discos lo habían ayudado a atravesar una enfermedad. Evidentemente abarcar tanto con tan poco no está al alcance de todos. Y mientras la mayoría de los músicos están ocupados haciendo sus negocios de clink, caja, hits espurios oídos hasta el hartazgo gracias al mal gusto de los programadores de radio, por fortuna hay quienes siguen haciéndoles honores a los Ludwig y a los Anfión. Ya lo único que resta es encenderle una vela al álgido clima de Islandia por canalizar plácidos e ignotos sentimientos hacia nuestro cuaderno de bitácora. Concepto básico del ying y yang, dirán.
En resumidas cuentas, si al cielo únicamente se puede ingresar a través de un juego (la rayuela), con Sigur Rós el nirvana está sólo a un play de distancia.

1 comentario: